La textura es el elemento visual que sirve frecuentemente de «doble» de las cualidades de otro sentido, el tacto. Pero en realidad la textura
podemos apreciarla y reconocerla ya sea mediante el tacto ya mediante la vista, o mediante ambos sentidos. Es posible que una textura no tenga ninguna
cualidad táctil, y sólo las tenga ópticas, como las líneas de una página impresa, el dibujo de un tejido de punto o las tramas de un croquis.
Cuando hay una
textura real, coexisten las cualidades táctiles y ópticas, no como el tono y el color que se unifican en un valor comparable y uniforme, sino por separado y
específicamente, permitiendo una sensación individual al ojo y a la mano, aunque proyectemos ambas sensaciones en un significado fuertemente
asociativo. El aspecto del papel de lija y la sensación que produce tienen el mismo significado intelectual, pero no el mismo calor. Son experiencias
singulares que se pueden o no sugerir una a la otra según las circunstancias.
El juicio del ojo suele corroborarse con el de la mano mediante el tacto real.
¿Es realmente suave o sólo lo parece? ¿Es una muesca o una marca realzada? ¡No es extraño que haya tantos letreros que digan «no tocar»!
La textura está relacionada con la composición de una sustancia a través de variaciones diminutas en la superficie del material. La textura debería servir
como experiencia sensitiva y enriquecedora. Desgraciadamente, los avisos de «no tocar» de las tiendas caras responden en parte a una conducta social.
Estamos fuertemente condicionados a no tocar las cosas o las personas, con una actitud aproximativamente sensual. El resultado es una experiencia táctil
mínima e incluso un temor al contacto táctil; el sentido del tacto ciego queda cuidadosamente restringido en los videntes. Actuamos con excesiva
cautela cuando está cerrada la persiana o, en la oscuridad, avanzamos a tientas, pero por culpa de nuestra limitada experiencia táctil, muchas veces no
sabemos reconocer una textura. En la Expo 67 de Montreal, el 5+ (Domingo Pavilion estaba pensado para que los visitantes explorasen la calidad de sus
cinco sentidos.
Fue una experiencia popular y agradable. Las personas olfateaban en una serie de túneles que ofrecían diversos olores, aunque
sospechasen, y con razón, que algunos serían desagradables. Escuchaban, miraban, degustaban, pero permanecían vacilantes e inhibidas frente a los
agujeros abiertos y destinados a palparlos a ciegas. ¿Qué temían? Al parecer, la aproximación investigadora natural, libre y «manual» del bebé o el niño
ha sido ahogada en el adulto por —¿quién sabe qué?— la ética anglosajona, la represión puritana y los tabúes instintivos. Sea cual fuere la causa, el
resultado es el agostamiento de uno de nuestros sentidos más ricos. Pero el problema no se suele plantear en este mundo plástico y cada vez más simu-
lado.
La mayor parte de nuestra experiencia textural es óptica, no táctil. La textura no sólo se falsea de un modo muy convincente en los plás- ticos, los
materiales impresos y las falsas pieles, sino que también mucho de lo que vemos está pintado, fotografiado, filmado convincentemente, presentándonos
una textura que no está realmente allí. Si tocamos una fotografía de un sedoso terciopelo no tenemos la convincente experiencia táctil que nos prometen
las claves visuales
El significado se basa en lo que vemos. Esta falsificación es un factor importante de la supervivencia en la naturaleza; mamíferos,
pájaros, reptiles, insectos y peces adoptan la coloración y la textura de su entorno como protección contra los depredadores. El hombre copia este
método de camuflaje en la guerra como respuesta a las mismas necesidades de supervivencia que lo inspira en la naturaleza.



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